EL MAGO DE LA ILUSIÓN
Una
punzada de melancolía hace que rebusque entre los cajones de un mueble en busca
de un viejo álbum de fotos manoseado. La nostalgia se abre paso,al mismo
tiempo que abro la tapa y miro la primera hoja, y se asoman ante mí los primeros recuerdos del pasado.
Fotos en blanco y negro, algunas de ellas un poco agrietadas, remueven algo
dentro de mí. Hay una, en especial, que me retrotrae en el tiempo, y de pronto,
me visualizo muy pequeña, me veo agarrada de la mano de mis padres y andando
por la plaza abarrotada de gente; una plaza, arrebatadoramente hermosa.
En
el ambiente resuenan los acordes de la música de una orquesta que se encarga de
amenizar esta noche de fiesta. Las parejas siguen con entusiasmo el compás del ritmo de los pasodobles, los árboles de fuegos artificiales están preparados para ofrecernos
el espectáculo pirotécnico del año: la pólvora, y las tómbolas exponen y
ofrecen sus cachivaches al gentío. Es entonces cuando la veo, mi mirada se dirige hacia una muñeca de pelo
dorado y rizado, con un precioso vestido. Allí está, ocupando el lugar más
visible de la tómbola, acostumbrada a ser el sueño de cada niña que se acerca a
ella para mirarla, y a la espera de que una de ellas tenga la suerte de jugar
con ella. Hago que mi padre compre un boleto con la impaciencia y la esperanza
de estrecharla entre mis brazos, pero como siempre, no hay suerte y la desilusión
se adueña de mí por unos momentos. Mi madre me dice “no pasa nada, el año que
viene verás cómo tenemos más suerte” a lo que yo me encojo de hombros con un
gesto de resignación en la cara y nos vamos alejando de la tómbola mientras la
miro de reojo.
A
la salida del Túnel, hacia la calle del
Caño Grande, un revoltijo de suaves aromas de trufa, coco,
almendras garrapiñadas,… me inunda la pituitaria en una retahíla de
tenderetes expuestos a lo largo de los dos lados de la calle; algunas
atracciones de feria hacen las delicias de los más jóvenes. Siempre me ha
llamado la atención los gajos de coco, pero descubro con desencanto que su
sabor no es lo que yo esperaba, así que volvemos hacia la plaza en busca de un
sitio adecuado para poder ver la pólvora, que a eso de la media noche, inundará
el cielo en una explosión de color.
Mientras
recorremos la plaza, nos cruzamos con un señor, al que me es imposible ponerle
alguna cara definida, pero si una sonrisa abierta. Va vestido impecablemente,
con camisa blanca y pantalón gris. Colgada de su cuello tiene una máquina de
retratar a la que lleva como si de una novia se tratara, con gran delicadeza, y a la que acarician sus
manos con verdadero mimo. De tanto tiempo llevarla colgada encima, ya parece
que se ha convertido en una extensión de él mismo, un miembro más que posee el
don de un gran poder: el poder de detener y capturar el tiempo en su diafragma.
Deambula, de un lado a otro, ofreciendo
la pericia de su profesionalidad a la gente que se presta a ello encantada, aprovechando la ocasión para inmortalizar el momento. No todos los días
uno se hace un retrato.
Al
retratista le basta una mirada intuitiva, un leve reconocimiento, para tener la
certeza de atrapar y plasmar con su objetivo el misterio de una mirada, la
belleza de la lozanía, el peso de los años y el trabajo cargado sobre los
hombros bajo el disfraz de sus mejores galas.
Mis ojillos curiosos de niña lo
observan siguiendo cada gesto, cada movimiento suyo, como hipnotizada por ese
ritual que sigue escrupulosamente con cada individuo buscando lo más recóndito
de su identidad.
Me gusta ese aparato mágico que usa
con tan suma habilidad. Para mí es eso, magia, porque solo la magia tiene el
poder de perpetuar los recuerdos de la niñez, la juventud y sobre todo, la
vida. Y por soñar, sueño que algún día, yo también tendría en mis manos ese
cachivache, que donde con tan solo apretar un botón, el retratista se convertía
en el mago de la ilusión.
No le quito ojo, y de pronto, algo despierta
su curiosidad. Se acerca con paso decidido mientras sigo hipnotizada por el
artilugio, y antes de que me dé cuenta se encuentra, frente a nosotros,
pidiendo permiso para hacerme un retrato.
No sé qué es lo que pasa, pero en ese
momento, todo el mundo desaparece y la música deja de sonar, solo veo al
retratista a cámara lenta, siguiendo el ritual que tiene aprendido como en una
nebulosa de un sueño, y unas mariposas agitadas me empiezan a revolotear en el
estómago. Ahora, soy yo el centro de su atención, el reto de su objetivo. Hay
poco espacio libre en la plaza para elegir un marco adecuado para el retrato,
pero un trozo de tapia encalada con un enrejado bajo, sirven para ello, y para
que también me recomponga de la sorpresa agarrándome a la reja con fuerza. El
hombre de camisa blanca y pantalón gris lo vuelve a hacer, hace que me olvide
de la cámara, detiene el tiempo y captura
la emoción del momento, en uno de los pocos retratos que tengo de la época y que me gusta
recordar con cariño.
Aquel hombre, fue el cronista de unos años en blanco y negro. El mago de la
ilusión que en su cajita mágica supo hacer prisionero un intervalo efímero de
la vida.
Posdata: Este retratista se trata de Ángel
Jiménez Villaluenga, apodado “el chulo”. Hombre polifacético,
que no solo fue un gran fotógrafo sino que también fue taxidermista.
-Montserrat Calderón Martín-
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