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viernes, 16 de mayo de 2014

EL MAGO DE LA ILUSION

EL  MAGO DE LA ILUSIÓN


Una punzada de melancolía hace que rebusque entre los cajones de un mueble en busca de un viejo álbum de fotos manoseado. La nostalgia se abre paso,al mismo tiempo que abro la tapa y miro la primera hoja, y se asoman  ante mí los primeros recuerdos del pasado. Fotos en blanco y negro, algunas de ellas un poco agrietadas, remueven algo dentro de mí. Hay una, en especial, que me retrotrae en el tiempo, y de pronto, me visualizo muy pequeña, me veo agarrada de la mano de mis padres y andando por la plaza abarrotada de gente; una plaza, arrebatadoramente hermosa.
En el ambiente resuenan los acordes de la música de una orquesta que se encarga de amenizar esta noche de fiesta. Las parejas siguen con entusiasmo el  compás del ritmo de los pasodobles,  los árboles de fuegos  artificiales están preparados para ofrecernos el espectáculo pirotécnico del año: la pólvora, y las tómbolas exponen y ofrecen sus cachivaches al gentío. Es entonces cuando la veo, mi  mirada se dirige hacia una muñeca de pelo dorado y rizado, con un precioso vestido. Allí está, ocupando el lugar más visible de la tómbola, acostumbrada a ser el sueño de cada niña que se acerca a ella para mirarla, y a la espera de que una de ellas tenga la suerte de jugar con ella. Hago que mi padre compre un boleto con la impaciencia y la esperanza de estrecharla entre mis brazos, pero como siempre, no hay suerte y la desilusión se adueña de mí por unos momentos. Mi madre me dice “no pasa nada, el año que viene verás cómo tenemos más suerte” a lo que yo me encojo de hombros con un gesto de resignación en la cara y nos vamos alejando de la tómbola mientras la miro de reojo. 
A la salida del Túnel, hacia  la calle del Caño Grande, un revoltijo de suaves aromas de trufa,  coco,  almendras garrapiñadas,… me inunda la pituitaria en una retahíla de tenderetes expuestos a lo largo de los dos lados de la calle; algunas atracciones de feria hacen las delicias de los más jóvenes. Siempre me ha llamado la atención los gajos de coco, pero descubro con desencanto que su sabor no es lo que yo esperaba, así que volvemos hacia la plaza en busca de un sitio adecuado para poder ver la pólvora, que a eso de la media noche, inundará el cielo en una explosión de color.
Mientras recorremos la plaza, nos cruzamos con un señor, al que me es imposible ponerle alguna cara definida, pero si una sonrisa abierta. Va vestido impecablemente, con camisa blanca y pantalón gris. Colgada de su cuello tiene una máquina de retratar a la que lleva como si de una novia se tratara, con  gran delicadeza, y a la que acarician sus manos con verdadero mimo. De tanto tiempo llevarla colgada encima, ya parece que se ha convertido en una extensión de él mismo, un miembro más que posee el don de un gran poder: el poder de detener y capturar el tiempo en su diafragma. Deambula, de un lado a  otro, ofreciendo la pericia de su profesionalidad a la gente que se presta a ello  encantada, aprovechando la ocasión para  inmortalizar el momento. No todos los días uno se hace un retrato.
Al retratista le basta una mirada intuitiva, un leve reconocimiento, para tener la certeza de atrapar y plasmar con su objetivo el misterio de una mirada, la belleza de la lozanía, el peso de los años y el trabajo cargado sobre los hombros bajo el disfraz de sus mejores galas.
          Mis ojillos curiosos de niña lo observan siguiendo cada gesto, cada movimiento suyo, como hipnotizada por ese ritual que sigue escrupulosamente con cada individuo buscando lo más recóndito de su identidad.
          Me gusta ese aparato mágico que usa con tan suma habilidad. Para mí es eso, magia, porque solo la magia tiene el poder de perpetuar los recuerdos de la niñez, la juventud y sobre todo, la vida. Y por soñar, sueño que algún día, yo también tendría en mis manos ese cachivache, que donde con tan solo apretar un botón, el retratista se convertía en el mago de la ilusión.
 No le quito ojo, y de pronto, algo despierta su curiosidad. Se acerca con paso decidido mientras sigo hipnotizada por el artilugio, y antes de que me dé cuenta se encuentra, frente a nosotros, pidiendo permiso para hacerme un retrato. 
No sé qué es lo que pasa, pero en ese momento, todo el mundo desaparece y la música deja de sonar, solo veo al retratista a cámara lenta, siguiendo el ritual que tiene aprendido como en una nebulosa de un sueño, y unas mariposas agitadas me empiezan a revolotear en el estómago. Ahora, soy yo el centro de su atención, el reto de su objetivo. Hay poco espacio libre en la plaza para elegir un marco adecuado para el retrato, pero un trozo de tapia encalada con un enrejado bajo, sirven para ello, y para que también me recomponga de la sorpresa agarrándome a la reja con fuerza. El hombre de camisa blanca y pantalón gris lo vuelve a hacer, hace que me olvide de la cámara, detiene el tiempo y captura  la emoción del momento, en uno de los pocos  retratos que tengo de la época y que me gusta recordar con cariño.
Aquel hombre, fue el cronista de  unos años en blanco y negro. El mago de la ilusión que en su cajita mágica supo hacer prisionero un intervalo efímero de la vida.




Posdata: Este retratista se trata de Ángel Jiménez Villaluenga, apodado “el chulo”. Hombre polifacético, que no solo fue un gran fotógrafo sino que también fue taxidermista.

-Montserrat Calderón Martín-

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